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Pérdidas.
By admin | diciembre 28, 2019
Este año estuve mucho tiempo hospitalizada. Dos veces, con diferencia de 6 meses entre harakiri y harakiri. Me partieron al medio de arriba abajo literalmente. La zona agredida, debilitada e impotente fue todo mi abdomen, mi tronco. Los taoistas chinos llaman a esta zona del cuerpo “el centro del ser”. Siento que hirieron de muerte y atacaron el centro de mi ser para salvarme la vida.
En ambos casos, sobretodo en el primero, pasada la crisis, tuve que aprender todo de nuevo: intentar volver a caminar, usar el celular sin marearme y recordar cómo era este asunto de operar una computadora y navegar por Internet.
Ni qué decir que desde muy joven (ya no lo soy) yo practicaba yoga diariamente, y seguía con la misma flexibilidad y posibilidades físicas hasta un par de días antes de ser hospitalizada.
Mi mente siempre fue muy activa y esa parte de mí había quedado intacta. Me dí cuenta en la medida en que iba recuperando la conciencia. Mi primera operación duró 5 horas y tuvieron que resucitarme varias veces. De modo que mi conciencia se fue despertando por etapas, gradualmente.
Pero también experimento una enorme satisfacción interior, casi espiritual, en mover mi cuerpo. Y esa fue mi parte afectada. Al principio, anulada.
Los restringidos desplazamientos que podía realizar lo eran agarrada con una mano a una barra de metal de donde colgaban innumerables bolsas de medicamentos y alimentos que conectaban con mis venas y mi intestino delgado, y sosteniendo las bolsas de drenajes calados alrededor de todo mi tronco: adelante, atrás, hasta en la pleura de mis pulmones, con la otra. En esta situación incómoda cada tanto me sostenían para que pudiera ponerme de pié, mantenerme y dar algunos cortos pasitos.
Cuando me externaron y ya sin todos esos cables y bolsas que sostener, apoyándome con las manos en las paredes practiqué poco a poco el volver a caminar. No podía incorporarme rápidamente en la cama, pararme e ir al baño. Por eso, aún en casa, durante un tiempo seguí usando pañales. Felizmente no fue mucho tiempo lo cual significa que mis posibilidades de movilidad iban creciendo.
Pasaba mucho tiempo en cama. Ya podía leer. En el hospital tenía la visión borrosa como consecuencia de lo mal que me sentía y de la debilidad.
Sin embargo mi relación anterior con mi cuerpo volvía como un recuerdo muy vívido que yo quería hacer realidad. Y empecé a estirarme sobre mi colchón como una preparación para las posturas de yoga. Algo se podía y eso me procuraba alegre esperanza.
Avanzaron las semanas y pude empezar a esbozar ciertas “asanas”. No era fácil como antes dibujar las figuras de mi cuerpo superestirado, doblado, retorcido, etc. Pero me acercaba a ello aún no de modo resuelto y seguro sino tanteando qué otras posibilidades había para reemplazar mi abdomen inerte. Caminitos alternativos. Empujar mi cintura por atrás con mis manos. Bambolearme un rato hasta dar el giro para atrás en forma completa. Respirar acompasadamente para que mis brazos y piernas pudieran permanecer estiradas. Exigir cada momento un poquito más a mis articulaciones.
Para todo tuve que encontrar esos caminitos alternativos. Por un lado tenía nostalgia de la agilidad perdida. Por otro lado tenía cierto encanto interesante la búsqueda de las nuevas maneras para alcanzar algo parecido a lo anterior.
Mientras hacía estos intentos tan significativos para mí tenía que hacer un poco de ejercicios con complementos para fortalecer la musculatura que había quedad reducida a casi nada. Obviamente las partes de mi cuerpo que aún tenían fuerza eran brazos y piernas. Eso fue lo que trabajé. Y no resultaba difícil, pues había quedado allí más fuerza de la esperada. Por momentos sentía que empujaba los complementos con las ganas de mi mente. No era una fuerza solamente física.
Con tiempo y constancia había llegado a una rutina básica que trataba de superar un poquito cada día.
En relación a los recuerdos traumáticos del hospital experimentaba algo de satisfacción y alegría por los logros que, aunque humildes, eran respetables dada mi condición.
Y un día sobrevino algo inesperado. Fuertes dolores abdominales nuevamente. Guardia. Estudios. Tomografías, Ecografías. Había que seguir extirpando. Nuevas heridas sobre las viejas.
Esta vez no había peligro de muerte y la internación fue más corta. Pero al regresar a casa la motricidad ganada a través de meses se había deteriorado nuevamente.
Y así estoy volviendo a empezar todo de nuevo. Muy cansada. Con la incertidumbre de que estos episodios pueden volver a ocurrir. No obstante, todos los días hay un nuevo comienzo. Reconozco que es difícil no dejarse llevar por la desazón de los meses perdidos, de las recurrentes dificultades para moverme. Pero en medio de esta circunstancia acepto el reto del intento diario. Los avances son lentos. Las heridas duelen más que antes. El globo bamboleante en que se había convertido mi panza se siente como una pelota a punto de pincharse en cualquier momento. Pesada, delicada, autónoma. La tengo que cuidar en cada movimiento. Temo que se rompa. El resto del cuerpo busca y siente inteligentemente la manera de alcanzar sus metas sin atormentarla. Nuevamente los caminitos alternativos.
Se que hay un milagro en el espacio de la vida y un milagro en el espacio de la muerte y que los caminitos alternativos rigen para el mismo espacio en ambos casos. Es el mundo del espíritu. Podemos llamarlo de otra manera si la palabra espíritu no nos gusta. Para mí es la fuerza inteligente que nos hace caminar y encontrar los senderos posibles en todos los planos de la existencia, de la autoconciencia lúcida que soy y nunca dejaré de ser (a menos que me haga la distraída). Eso no es una creencia. Es mi certeza. Sé pocas cosas pero las que sé las sé fehacientemente porque las he experimentado.
Y, en definitiva, esta travesía que cuento no es más que una posible travesía entre muchas otras que tienen que ver con muchas clases de pérdidas.
Y así como el taoísmo dice que la palabra crisis se compone de dos ideogramas que significan uno “derrumbe” y otro “oportunidad”, también cada pérdida es un desafío para saber qué es lo que se puede hacer y restituir, o crear algo nuevo a partir de lo que queda.
Aceptar y emprender el desafío como un trabajo donde se juega mi propio sentido personal muchas veces me hace percibir que lo que queda es mucho y que mucho puede llegar a hacerse.
Acá no se trata de ser fuerte frente a la adversidad. Se trata, como dije antes, de aceptar lo que sucede en cada caso. Aceptar no es una actitud aguerrida. Es una actitud razonable.
Doy fe acerca de que la no resistencia, no en un sentido de pasiva resignación, sino de plantar cara a lo que ocurre y no me gusta, o me asusta, o resulta una calamidad, me ha ahorrado mucha energía o quizás exactamente la que necesito para atravesar la oportunidad que ofrece este proceso. Y en estos casos es fundamental, de vida o muerte, no perder energía negando, lamentándose, quejándose, abatiéndose en el escepticismo.
Mirar para otro lado o desesperarse es entregarse a las fauces del dragón. Mirar la desdicha de frente y con la mayor serenidad posible fortalece y ayuda a salir adelante. Si puedo hablar de un poder lo llamo la luz de la conciencia de sí mismo.
Me siento privilegiada por haber recibido este reto. Aunque no es el primero de mi existencia y probablemente tampoco el último, hoy siento que vale la pena escribir sobre él. Y que puede servir a otros para reflexionar y encarar sus propias pérdidas.
Desearía ayudar a quien crea necesitar dialogar conmigo. Pueden escribirme a Silviabakirdjian@gmail.com.
www.consejeriafilosofica.com
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