Filósofos
Breves semblanzas de filósofos, en función de su aporte a la tarea de la consejería o consultoría filosófica.
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Sócrates
Hacia 470-399 a.de C.
De él dijo Heidegger que es el pensador más puro de Occidente porque nunca escribió nada. Sólo conocemos su pensamiento a través de los famosos “diálogos” de Platón en los que Sócrates conversa con sus discípulos. Concebía al hombre como un alma preexistente encarnada cada vez en un cuerpo que le oficiaba de cárcel. La tarea más noble del hombre en cada una de sus encarnaciones consistía en librarse de las ataduras, apariencias e ilusiones de lo sensible y elevarse, conducido por su razón, hacia la contemplación de las esencias o arquetipos de todas las cosas, existentes en el mundo suprasensible. La vida era entonces cada vez una oportunidad de aprendizaje y perfeccionamiento del alma. Su método como maestro se conoce como la “mayéutica”, palabra de origen griego que alude al arte de la comadrona en ayudar a parir. Así, Sócrates sostenía que la sabiduría se encuentra ya toda en el interior del alma y que la tarea del maestro consistía en suscitar y provocar la aparición y el despertar del conocimiento dormido. Según Sócrates, todo hombre está llamado a ser filósofo, esto es, a llevar “una vida examinada”, de allí su famoso “Conócete a ti mismo”. Vivió como pensó y murió bebiendo la cicuta por fidelidad a la verdad y a la justicia. Vivió “filosóficamente”.
Platón
Hacia 429 -347 a. de C.
Es difícil separar sus ideas de las de Sócrates ya que sus Diálogos se refieren a la figura de Sócrates dialogando con sus discípulos, entre los que el mismo Platón se contó. De sus Diálogos recomendaría comenzar por la lectura de La República, por el énfasis puesto entre apariencia y realidad ilustrado a través del mito de la caverna y por el enfoque acerca de las virtudes, en especial la justicia, además de la concepción de las tres partes del alma a cada una de las cuales corresponden determinadas virtudes, alineándose esta concepción tripartita del alma con la de un Estado o Polis trabajado por los obreros, defendido por los guerreros y conducido por los filósofos. Como bien lo hace notar Lou Marinoff en su famoso libro “Más Platón y menos Prozac”, Whitehead escribió: “La descripción general más acertada de la tradición filosófica europea es que consiste en una serie de notas al pié de los textos de Platón”. Puede resultar una afirmación exagerada. Sin embargo resulta bastante feliz.
Epicuro
341-270 a. de C.
La palabra “epicureísmo” está asociada a la de “hedonismo” y ambas se refieren a la primacía del placer como objetivo práctico supremo de la vida humana. Sin embargo esta filosofía no pregona el reduccionista “comamos y bebamos que mañana moriremos”. Epicuro establecía una jerarquía de placeres según su capacidad de ofrecer al hombre una felicidad más auténtica y permanente. Entre los placeres superiores se encontraban los estéticos y, por sobretodo, los espirituales vinculados a la contemplación. La conocida noción de “ataraxia” adoptada por el epicureísmo alude justamente a un estado de aplacamiento y moderación de los deseos y pasiones turbulentas del alma para alcanzar así un cierto equilibrio emocional. La “ataraxia” templa el ánimo frente a la adversidad y proporciona una serenidad o paz de espíritu muy cercana a eso que llamamos felicidad.
Aristóteles
384-322 a. de C.
Es un filósofo naturalista. Acuña el concepto de “télos”, que en griego significa “fin” en tanto “finalidad”. El “télos” de cada naturaleza es aquello que le resulta favorable, que propicia su desarrollo esencial y coincide con un tipo de actividad que le es propia, connatural y que se levanta como vocación a cumplir, a efectivizar por encima de otras acciones posibles. La actividad propia del alma humana, su mayor virtud, es la que se tiene por objeto a sí misma, es decir, donde no se distingue el acto de realización y el producto de esta misma realización. El acto más noble propio del “ser” del alma humana es la “frónesis”, visión intelectual o “teoría”. Podría decirse que se trata de la contemplación por la contemplación misma. Además de constituir su ejercicio (hábito) la virtud más sobresaliente en el hombre, la contemplación está asociada a su felicidad en tanto que resulta del cumplimiento de la propia naturaleza esencial.
Estoicismo romano
Siglo I d. C. al siglo III d. C.
El pensamiento estoico está centrado en una idea fundamental: la virtud es por sí misma el único bien. Y la virtud tiene que ver con la voluntad. Una primera aproximación al concepto de virtud es la de comportarse en armonía con la naturaleza.
Los estoicos tienen una concepción determinista del universo, cuya alma es Dios, y consideran que todo lo que ocurre tiene una finalidad que está relacionada con los seres humanos.
Cada hombre, a su vez, abriga una chispa de divinidad dentro de sí. La dignidad, la virtud consiste en tener el temple de alinearse con aceptación de los acontecimientos, sean éstos de índole positiva o desgraciada a los ojos del mundo. La desgracia es algo externo. No puede afectar la nobleza de la voluntad humana, que sólo encuentra la felicidad en el interior de sí misma, en su invulnerabilidad y resistencia.
Nada de lo externo puede agregar felicidad, como los placeres mundanos, la salud, las riquezas, porque, en tanto cosas externas, sólo nos afectan pasivamente, y la pasividad carece de grandeza. El hombre que depende de ellas y que persigue la felicidad a través de ellas, juzga erróneamente y su inútil sufrimiento sólo reside en opiniones y creencias no examinadas.
Hay en los estoicos una cierta frialdad en su concepción de virtud. Las afecciones son pasiones y desdeñan no sólo las pasiones dañinas sino que también mantienen cierta reserva con las pasiones lícitas o saludables, para preservar en todo momento una cierta independencia que los inmunice frente al dolor de las pérdidas, las traiciones y los desencantos.
No se dejan encantar para no tener que desencantarse. Sólo se encantan en su propia fortaleza para nunca tener que sumergirse en el sufrimiento.
Se puede ser pobre y virtuoso, sufrir torturas y ser virtuoso, ser condenado a beber la cicuta —como Sócrates— y dar el ejemplo de virtud soberana con una conducta de aceptación que es coherente con lo que se piensa y se predica.
El universo es una trama de correlaciones frente a la cual, sea cual fuere el guión que nos toque, no merma nuestra capacidad de felicidad. Porque, como ya dijimos, la felicidad no es algo que depende de los acontecimientos externos sino que se cultiva en nuestro interior, por respeto hacia nosotros mismos y por nuestra propia rectitud. Por supuesto que estamos hablando de la felicidad en un sentido que se aparta de los éxitos y goces del mundo, para transformarse en un estado de sosegado dominio de sí mismo, lo cual constituiría ya un goce más noble y elevado.
El hombre sabio, aceptando su destino, se hace dueño de él y ésa es su única manera de alcanzar la libertad, a pesar de la predeterminación del destino. Pero más importante aún, es que este credo nos libera de una esclavitud indigna, ya no del divino destino, sino de las afecciones, turbaciones, malestares y preocupaciones por las circunstancias que nos puedan alcanzar en esta vida. Para la dignidad del estoico, someterse al destino es noble mientras que someterse a las pasiones propias de la vida mundana es una bajeza, es no hacer honor a la chispa divina que hay en cada uno de nosotros.
Descartes
1596-1650
Este filósofo francés pronunció el famoso “Cogito ergo sum” (Pienso, luego existo). Su método se basó en la duda para descartar todo aquello que no apareciera como idea clara y distinta ante la mente. La primera certeza, la primera idea clara y distinta es el “cogito”. “Puedo dudar de todo pero no puedo dudar de que estoy dudando”. Dudo, pienso, luego existo. La certeza de sí mismo en tanto “pensante”. Una autocerteza autosuficiente que recurre a la supuesta demostración racional de la existencia de Dios como garante de que el hombre no puede equivocarse cuando concibe algo clara y distintamente, esto es de forma puramente racional, sin la contaminación de las ilusorias apariciones sensoriales. Del mundo exterior sólo puede concebir clara y distintamente la extensión y las modificaciones de la extensión entendidas de una manera rigurosamente geométrica y matemática. Y a ello se reduce por lo tanto todo lo que existe fuera del “cogitans”, del ser pensante. A pesar de su extremado racionalismo, la idea del “cogito”, del ser pensante que, en tanto pensante, se demuestra a sí mismo su propia existencia, constituye un aporte muy valioso para dignificar en el hombre su capacidad de autoconciencia.
Spinoza
1632-1677
Para este filósofo panteísta sólo una cosa subsiste por sí misma y es infinita: Dios o Naturaleza. Nuestras almas individuales y demás seres particulares del mundo son sólo aspectos del Único Ser Divino. Desde esta particularidad el desafío espiritual del hombre ya queda planteado: hacerse más y más uno con Dios, superando en alguna medida la errónea percepción de que somos seres separados del Todo-Naturaleza, lo que nos acarrea todo tipo de pasiones negativas sostenidas desde el querer ser y perseverar en nuestro ser. El querer ser y perseverar en nuestro ser es también la fuente de nuestras virtudes. ¿Cómo se distingue una pasión negativa, el odio o el temor por ejemplo, de una virtud como lo es la sabiduría o el amor de Dios y la obediencia a la razón que nos proporciona ideas adecuadas? En primer lugar, cuando la fuerza de autoconservación se deshace de esa apariencia de separación y se llega a comprender que nuestra esencia real y verdadera es la que nos une al Todo. Es la fuente de lo positivo en nosotros, de nuestras legítimas emociones y virtudes. En segundo lugar, todo lo que proviene de nuestra acción y poder interior es beneficioso para nosotros y nos hace libres, mientras que cuando por falta de comprensión, atribuimos a circunstancias externas nuestros padecimientos, somos esclavos de nuestra propia ignorancia. Porque “…nosotros somos parte de una naturaleza universal y seguimos su orden. Si tenemos un entendimiento claro y distinto de esto, esa parte de nuestra naturaleza que está definida por la inteligencia, en otras palabras, la parte mejor de nosotros mismos, asentirá seguramente en lo que nos sobrevendrá, y en tal aquiescencia debemos tratar de persistir”. La enseñanza de esta doctrina, más allá de la problemática cuestión del libre albedrío, que para Spinoza no existe, consiste en que el sufrimiento, los males, los vicios, las guerras con los demás y con nosotros mismos y la falta de amor, provienen de nuestra renuencia a vernos interconectados como aspectos que integran el Universo Infinito, que lo es Todo. Y comprender que el Universo que integramos es un Todo, es comprender que nada malo puede ocurrirle, pues no está sujeto a causas exteriores a Él. De este modo, ni la exaltación ni la cólera sino un sereno estado de aceptación es la condición humana virtuosa, bella y buena.
Leibniz
1646-1716
Según este filósofo racionalista, cada uno de nosotros es una “mónada”, una sustancia particular, un alma que “no tiene ventanas”. Las “mónadas” no interactúan entre sí. Es decir que todo cuanto nos sucede no es más que la consecuencia de nuestra propia “idea” o esencia tal como Dios nos ha concebido. Y nos ha concebido a cada uno como una determinada perspectiva, visión y expresión del universo. Todos juntos sonamos como una sinfonía y cuando cedemos ante la ilusión de que algo externo influye sobre nosotros lo que ocurre verdaderamente es que alguna “mónada” está expresando con más fuerza o espontaneidad la esencia que corresponde a su posición en el universo, apagando las voces de las demás. El divino director de orquesta va organizando, incrementando y acallando voces de acuerdo a la mejor opción de armonía en cada momento (“Estamos en el mejor de los mundos posibles”). Esta gigantesca construcción conceptual de Occidente, aporta enseñanzas valiosas en relación con una sabiduría de vida. Somos nosotros mismos cuando nos identificamos con nosotros mismos, alineados con los pensamientos que concuerdan con esa visión del universo que Dios quiso expresar a través de nosotros. Identificación con uno mismo y con la trascendencia divina. Resistencia a caer en la confusa apariencia que nos hace dependientes de circunstancias externas. Además, cada vez que se produce en nosotros cualquier pequeño gesto en el sentido de esta alineación, el universo se acomoda a nuestro alrededor en virtud de la armonía “sinfónica” orquestada por Dios. De ahí la explicación racional acerca de por qué las cosas cambian cuando nosotros cambiamos, sin tener que apelar a fórmulas mágicas propias de la “New Age”, ni a ningún “Secreto” para justificar este fenómeno.
Kant
1724-1804
Plantea el problema de los límites de nuestro conocimiento. No conocemos las cosas tal como son “en sí” sino tan sólo sus “fenómenos” como síntesis de un encuentro entre nuestros sentidos y las categorías de nuestro entendimiento. Estas últimas son inherentes a toda razón humana y, al moldear el material caótico de nuestra sensibilidad, terminan de constituir los verdaderos “objetos” de nuestra ciencia. Desde el punto de vista del conocimiento entonces, nuestra realidad es una realidad “fenoménica”. Pero desde el punto de vista moral o práctico podemos acceder a una realidad “real”. Porque la ley o el deber inscripto en nuestra Razón Práctica le permite a ésta, independientemente de la sensibilidad, darse su propia “realidad” ética. El imperativo categórico de nuestra Razón Práctica consiste en obrar de manera tal que la máxima de nuestra voluntad (esto es, lo que la voluntad entiende que debe hacerse en cada caso y en las mismas circunstancias) pueda valer siempre como principio de una legislación universal. Hay una segunda fórmula para este imperativo. Consiste en tratar a la humanidad tanto en la propia persona como en la de cualquier otro siempre como un fin en sí mismo y nunca jamás como un medio. Lo destacable de la moral kantiana es que estos principios de la Razón Práctica son autónomos y ni dependen ni se sujetan a fines o resultados ajenos a ellos mismos. Resultan en sí mismos absolutos y resaltan por ello la eticidad y la dignidad inviolable de la persona en tanto que racional. El mensaje kantiano es un soplo de aire fresco en estos tiempos donde lo que está bien se encuentra atado a los vaivenes de la coyuntura histórica.
Hegel
1770-1831
La obra más importante de este importante filósofo se llama Fenomenología del Espíritu. Con Hegel la filosofía se centra en la pura interioridad. La cuestión del ser sólo puede resolverse desde una óptica espiritual. “La sustancia debe ser elevada a sujeto o espíritu”. Este es un proceso de ascesis filosófica cuyo principio de desarrollo es el saber. Pero no se trata de un saber como representación de objetos fuera del pensamiento, sino un saber de sí mismo, un progreso en la autoconciencia que le permite al espíritu finito del hombre autorreconocerse como la verdadera realidad, universal, absoluta, infinita, donde no cabe la distinción entre sujeto y objeto porque el espíritu finito llega a hacerse él mismo infinito, la identidad entre quien conoce y lo que es conocido.
Pero superar cada uno su finitud, su particularidad, implica un ejercicio de autotransformación, de expansión, de renuncia a la propia pequeñez, de descentramiento respecto del propio egoísmo y limitación hasta llegar a verse a sí mismo en lo Otro, en el elemento del Todo, en lo Absoluto.
La única manera de que lo Otro sea en mí como es en Sí, aspiración metafísica de todos los tiempos, es renunciar a mi finitud para hacerle espacio. Aceptar autotransformarse. Sólo perdiéndose uno mismo como individuo natural se encuentra como hombre razonable y espiritual. (“Quien pierde su vida la salvará”). Es abandonando las certezas inmediatas, parciales, abstractas, las falsas oposiciones, las “circunstancias” como destino externo que se sufre pasivamente, las estáticas y mutilantes apariencias del entendimiento cotidiano, es sacrificando hasta el propio sufrimiento, la pasividad y comodidad de las pequeñas certezas, que resulta posible expandirse en las dimensiones verdaderas del mundo y de la propia libertad.
Este movimiento consiste en una experiencia que hace perder a cada uno su verdad limitada para permitir que la Verdad total se autorreconozca ella misma en cada uno y al mismo tiempo se automanifieste. Por ello, al final de su Fenomenología del Espíritu se describe a la figura del Saber absoluto como un “yo que es un nosotros y un nosotros que es yo”
La importancia del pensamiento de Hegel respecto del individuo que sufre atado a sus particulares circunstancias radica en el gran desafío de superación de las limitaciones que le permite al hombre encontrarse con su verdadero destino de grandeza.
Nietzsche
1844-1900
Para este filósofo tan provocador y controvertido la voluntad es el vehículo de su ética y de su metafísica. Los “motivos éticos” son los que inspiran su crítica de las religiones y de las filosofías. Esos “motivos” tienen que ver con una suerte de anarquismo aristocrático. Desprecia todo sistema de pensamiento que sostenga o conduzca a la protección de la debilidad, del temor, del resentimiento, de la vulgaridad y de la pequeñez del espíritu. Propugna y admira el ideal del hombre noble, del superhombre en el que se combinen valores tales como el orgullo, la gallardía, la rudeza de no ser indulgente consigo mismo y la capacidad de resistir el dolor. Su moral señala la importancia de desarrollar el poder personal para afirmarse a sí mismo como hombre de carácter que no se autoengaña suavizando las aristas de la crudeza del destino con ideas decadentes. El hombre noble sufre con grandeza y dignidad, no se queja y no busca la ausencia de dolor.
El hombre que no persigue este ideal espartano de vida por el cual “puede llegar a ser el que es”, es decir, aquello que está destinado a ser, no está equivocado, sino que es cobarde y no tiene coraje para existir y afirmarse a sí mismo: “el hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre”. Nietzsche considera que el hombre puede —si quiere— fortificarse y engrandecerse en medio de las adversidades más brutales y aún en medio de la enfermedad (“nunca he sido tan feliz conmigo mismo como en las épocas más enfermas y más dolorosas de mi vida”).
“Mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre es amor fati (amor al destino): el no querer que nada sea distinto, ni en el pasado, ni en el futuro, ni por toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y menos aún disimularlo, sino amarlo”
Este ideal de vida se propone como un Amén sin reservas a la fuerza y al curso de la Vida con mayúscula recordando que en todo momento, tanto en la cúspide del goce como en el abismo de las tinieblas hay algo majestuoso por hacer: que nuestra voluntad coincida con la voluntad del universo.
Heidegger
1889 – 1976
Según este filósofo existencial, para poder pensar adecuadamente quiénes somos como hombres debemos, ante todo, liberarnos del peso de siglos de tradición “Metafísica”. La Metafísica occidental nos ha impuesto subrepticiamente su propia interpretación de la naturaleza, de la historia, del principio del mundo, en definitiva de la realidad en tanto “cosa”, en tanto “ente”.
La tradición metafísica ha cosificado lo real, lo ha reducido y, desde ese reduccionismo, los hombres hemos perdido la posibilidad de ejercer nuestra auténtica humanidad. Nuestra humanidad no consiste en una “cosa” congelada, por ejemplo, en ser un “animal racional”. Nuestra humanidad no se encierra en una definición.
Es una vocación a realizarse dinámicamente en el tiempo. Esa profunda vocación —que hace a nuestra más íntima esencia— consiste en responder siempre al llamado de la pregunta sobre la verdad del ser.
Pero ésta, que debería ser nuestra dimensión más distintiva, ha caído en el olvido.
El ser, al tiempo que aparece a través del ente, de la cosa, se oculta, se retrae siempre. Este movimiento, que se parece a una ola que llega hasta la orilla y se retira, dejando sólo un poco de espuma, es el acontecer fundamental, el acontecer del ser. Hay un pensar metafísico, que se queda mirando la espuma y la analiza, la explica, argumentando y sacando conclusiones, y hay un pensar esencial, que trata de abrirse a la dimensión de lo oculto, de lo que dispensándose, no obstante se retrotrae y se aleja nuevamente al horizonte de donde salió.
El pensar esencial, en cambio, permanece a la espera de lo todavía no manifestado o al ya no más manifestado por el momento. Atiende a la verdadera dimensión del ser, que consiste en ese doble juego de develarse y ocultarse.
El pensar de Heidegger es un pensar que busca la sencillez. Parece que no pasa nada significativo. Sin embargo, como se verá, su humilde movimiento permite que irrumpa en la existencia algo más real que la “realidad” de las cosas y de las situaciones: su significación, su sentido para la existencia humana. Nada más ni nada menos.
Heidegger señala que el hombre y su modesto decir son “la casa del ser”. Y esa casa es primordialmente pregunta, atención, disposición, apertura, lenguaje no aseverativo ni clausurante sino sugerente e interrogativo. El horizonte de sentido para el hombre es siempre dinámico.
Escuchar, que es lo que fundamentalmente propone Heidegger, suena riesgoso.
En nuestra cultura occidental el culto al simple escuchar puede parecer algo de poca monta. Pensamos que es más importante y glamoroso “hacer muchas cosas”, tener una agenda bien abultada y en ello depositamos la importancia” de nuestra persona “ocupada”.
Sin embargo, sólo en el espacio vacío y silencioso del escuchar que se abandona confiado, se vuelve efectivamente posible recibir desde el horizonte del ser —que es obviamente un poder superior a nosotros— indicaciones, mensajes, señales para reconocer lo que verdaderamente vale la pena hacer y para dónde hay que ir.
Lévinas
1906 – 1995
La filosofía de Lévinas es una descripción fenomenológica de una experiencia ética profunda. La experiencia ética —según la tradición filosófica— va más ligada a la palabra, al oído y al corazón que al Intelecto. En el caso de Lévinas su pensamiento se centra en la noción del Otro.
No obstante, la experiencia del Otro es también metafísica. ¿Qué quiere decir aquí “metafísica”? Que rompe la cáscara de mi “yo”. Que me saca afuera, a la exterioridad, más allá de mi mismo, a lo que no soy yo mismo. Percibo una realidad absoluta, contundente e innegable, ajena a mi propio ser y a mi modo habitual de ser, como se verá. Me permite relacionarme y reconocer algo externo que permanece como externo. Al Otro reconocido como tal no me lo puedo apropiar ni lo puedo manipular.
Soy un organismo, un sistema que tiende inevitablemente a asimilarlo todo en su propio provecho, que dispone de los más refinados mecanismos para transformarlo todo en su propio alimento. Mi modo habitual de ser es acondicionar los hechos, las personas, sus palabras, sus conductas, para que encajen redituablemente en mi sistema, en mi yo egotista. Como quien, antes y en lugar de escuchar honestamente y sin ponerse a la defensiva un reclamo que proviene de otra persona, ya está de antemano pensando en alguna negociación con esa persona, que pueda resultarle provechosa, que perjudique menos lo que cree que son sus intereses. En tanto “Yo”, somos expertos en modelar los acontecimientos externos —que vienen a cuestionar nuestra habitual y relativa “comodidad”— en formatos que encajen de modo amigable o por lo menos neutral en nuestro “hábitat” cotidiano, tratando de evitar contrariedades que desestabilicen nuestro “mundo”.
¿Qué pasa cuando este “Yo” que somos se siente alguna vez abruptamente interpelado y cuestionado por la mirada presente de un “Otro”, desnudo, al que no le encuentra nada, ninguna cualidad, atributo o posesión que pueda utilizar en su propio provecho?
Lévinas usa las metáforas bíblicas del “huérfano”, la “viuda” y el “pobre” para designar la mirada inquisidora del desposeído, que no tiene nada que yo pueda manufacturar y que, encima, viene a poner en tela de juicio lo que hasta ahora era mi gozosa posesión del mundo y sus recursos.
El “Yo” experimenta la vergüenza por sus innumerables ropajes frente a la desnudez del “Otro”. Ese “Otro” que me mira de pronto es dueño de la iniciativa. La tiene y la retiene. Es dueño de salir a mi encuentro en cualquier momento y ocupar un plano de superioridad respecto del “yo”.
En este sentido, asistimos a una subversión de los valores y posicionamientos habituales. Esta subversión —que Lévinas nos hace notar— permite al hombre humanizarse y humanizar su vinculación con el mundo y esto implica, de por sí, acceder a un nivel superior de espiritualidad.
Para reconocer que el Otro tiene la iniciativa de cuestionarme, tengo que dejar de considerarlo un Objeto que consume lo que yo vendo, que es conducido, inducido, influenciado en mi provecho propio.
Lévinas nos está diciendo sencillamente que no es posible hablar de moralidad sin tener en cuenta a los demás. Si el prójimo simplemente existe, entonces, soy responsable y he de estar dispuesto a hacerme cargo de muchas cosas.
Si yo resuelvo algún problema personal propio, ello no tiene que ser necesariamente un asunto ético. Si colaboro en resolver algún problema de otro, desinteresadamente, eso es necesariamente moral, además de permitirme evolucionar espiritualmente por el descentramiento del “ego” que conlleva.
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