El despertar de ‘Anima’ en la consulta filosófica.
El despertar de “Anima” en la consulta filosófica.
Ud. se define a sí misma como una mujer “muy medianamente dotada desde el punto de vista intelectual” y que “jamás se ha sumergido en ningún tipo de reflexión metafísica.” Como lo muestra su historia, su proyección de Animus fue hecha sobre “un psiquiatra de renombre internacional”, ya que Ud. debería tener más conocimiento psicológico. Un saber más profundo sobre el alma y sus misterios podría liberarla de la fascinación que a Ud. la ha alcanzado. En la segunda mitad de la vida, debemos aprender a conocer el mundo interior. Este es justamente un problema bastante general. (Jung, C. G., 1995)[1]
Coincido con el profesor Lou Marinoff en que las actividades más elevadas del espíritu, no tienen exclusividad de género. En su libro “Pregúntale a Platón” señala por ejemplo que el ayudar desinteresadamente a otro, meditar, aplicar un principio filosófico, alcanzar una cosmovisión más vasta y elevada de la realidad, etc., no tienen sexo. Dice Textualmente: “El alma no tiene sexo”. (Marinoff, L., 2004)[2]
No obstante, en la dialéctica que se juega en el interior de la vida del espíritu humano en su sentido más amplio, la distinción entre el espíritu como polo masculino y el alma como polo femenino, constituye un tema que ha atravesado toda la historia de nuestra cultura occidental: el clásico tema de “anima” y “animus”.[3]
¿Cuál es mi propia experiencia respecto de este exquisito contrapunto?
No puedo hablar sólo como Consultora Filosófica. Tengo que aludir también a las experiencias con mis colegas varones, no sólo como compañeros de estudio sino también en el ejercicio de la vida académica.
Cuando una joven mujer ingresa a la carrera de filosofía se encuentra con amigos varones cuyos debates peripatéticos impresionan y de hecho, para ubicarse en esas alturas, la joven colecciona conceptos grandiosos, los guarda, los lustra y los saca a relucir en los momentos oportunos. Y así logra brillar tanto como los varones. La misma actitud, el mismo modelo sigue vigente en el ejercicio de la docencia, en las investigaciones, en la elaboración de publicaciones, etc.
Esta etapa es sólo el comienzo de una vida femenina que se halla condicionada por un patrón cultural dominante y central. Todavía falta que pase mucha agua debajo del puente.
Aún antes de que él o ella se transformen en Consejeros y opten por una praxis filosófica empiezan a tomar diferentes rumbos, quizá no en cuanto a los temas con los que trabajan, pero sí en cuanto a las preocupaciones y detalles a considerar.
Por supuesto que no puedo generalizar y sólo puedo hablar por mi propia experiencia. Tener en cuenta esta reserva es fundamental para no malinterpretar lo que sigue que, además, es en sí mismo relativo.
A menudo, los varones buscan demostrar un cuerpo de doctrina y convencer. Las mujeres tienden a alargar el tiempo de toma de conciencia de la problematicidad inherente a un tema y, cuando lo logran con éxito, prefieren muchas veces dejar varias puertas abiertas para que el otro avance sólo.
Las mujeres suelen muchas veces intentar que los otros piensen por sí mismos.
Los varones buscan a menudo que los otros piensen lo que ellos piensan y en eso consiste muchas veces el autocontentamiento con su labor: deber cumplido.
La vida sigue, nos volvemos maduros, nos reencontramos y, si bien persisten códigos comunes, las mujeres pueden en ocasiones saturarse ya un poco de los mismos afanes de completitud y de dejar dichas y a la vista todas las argumentaciones en pugna.
¿Qué ha ocurrido?
Ningún quehacer está separado de la vida, de una historia de vida y las mujeres han experimentado la vida desde honduras tales que resultan difíciles de verbalizar, de comparar, de clasificar, etc.
Entonces, a diferencia de los días de juventud, no sienten la imperiosa necesidad de apabullar con palabras y aprenden a hablar menos, aunque quizá diciendo más o señalando hacia lugares más gravitantes, allí donde no llegan las palabras.
Como en un estado de conciencia zen un simple gesto, un oído atento, un silencio a tiempo, un tempo en el interior del juego entre palabras y silencios, un vacío generoso, se convierte para las mujeres en el tesoro filosófico más valioso que podrían ofrecer.
Insisto —para no caer en malos entendidos— en que muchos varones alcanzan este mismo temple, con lo cual se dará cuenta el lector que, a la hora de la Consulta Filosófica, me es imposible trazar una línea divisoria entre las mujeres y los varones.
A través de las lecturas de consultas atendidas por varones y por experiencias compartidas con compañeros he observado no obstante ciertos rasgos diferenciantes, los cuales no hacen a la competencia profesional ni a su eficacia, pues el éxito de la consulta, su potencial para mitigar el sufrimiento ajeno es muy alto en todos los casos. Yo suelo decir a mis clientes y a otras personas que las cosas nunca pueden salir mal. No es por optimismo sino porque la intención de ayudar desinteresadamente a otro (compasión) cumple su propósito más allá de lo perspicaces o hábiles que estemos en ese momento.
Es necesario referirse también al “anima” y “animus” del consultante, ya que no es el convidado de piedra de este banquete, sino el auténtico protagonista de su propia recuperación.
Algunos Consultores Filosóficos varones, mientras escuchan ya están pensando en las doctrinas que pueden ofrecer a sus clientes para tomar decisiones acertadas o lo menos malas posibles. Receta-decisión parece ser lo más destacado para ellos y muchas veces satisfacen ampliamente al cliente.
Algunas Consultoras Filosóficas mujeres mientras escuchan, escuchan, auscultan empáticamente las emociones del cliente al tiempo que elaboran estrategias muy personalizadas para vencer la inercia particularísima del otro y su resistencia a emprender algunos cambios. Recién cuando la empatía alcanza su clímax retoman el habla y utilizan las explicaciones filosóficas para avalar y obtener aquiescencia en relación con los cambios propuestos.
Resulta interesante la idea conocida acerca de una epistemología de género.[4] De ello sólo quiero rescatar una diferencia interesante.
Los varones se fascinan más por las cosas, por cómo funcionan. Ellos mismos se autoperciben como objetos separados de otros objetos con los que entablan relaciones de amenaza, amistad, enemistad.
Las mujeres atienden más a las relaciones entre las personas y consigo mismas, les importa el vínculo emocional, y, en el caso de atender a los objetos, los incluyen también en su propio mundo emocional.
Se nace macho o hembra. Por la cultura se es hombre o mujer. Pero la biología no es destino y yo agregaría que las condiciones psicosociales tampoco. Aunque subsistan las diferencias, como lo señalé más arriba, tienden a disfumarse en el ámbito de una actividad elevada como es la Consultoría Filosófica.
Confieso que no me siento muy cómoda haciendo estas descripciones que me parecen un tanto reduccionistas.
Muchas veces, el consultor novato no repara en el tiempo generoso que hay que darle al despliegue emocional de la consulta y eso lo digo tanto en el caso de varones como de mujeres. El tiempo hace madurar una fina sensibilidad en el cara a cara con el cliente: un claro ejemplo de learning by doing.
Los clientes que acuden a la Consulta Filosófica son de todo tipo. Hay quienes vienen por una inquietud existencial no resuelta, quienes están a punto de adoptar una decisión o tener que elegir, y hay personas muy sufrientes que piden ayuda para reparar lo que les queda de sus vidas. Tampoco encuentro primacía de género masculino o femenino en esto.
Quisiera hacer una observación puntual pero interesante. Varones de todas las edades se “confiesan” sin reparos, exponen sus rincones celosamente guardados tanto a consultores varones como a consultoras mujeres. Y lo más interesante es que lo hacen con una naturalidad, intimidad y claridad sobre sí mismos como no lo harían nunca con sus amigos en una mesa de café, donde rigen códigos y lugares comunes que el grupo de “machos” no se anima a violar.
De todos modos he observado también que en muchos casos el cliente varón se aferra más a las soluciones que ya trajo consigo y viene como a ratificarlas, mientras que las mujeres que consultan traen algunos pensamientos lúcidos sobre sí mismas que han sabido hilvanar, pero aún no se los han comprado ni se los creen del todo, y preguntan más que los hombres qué les conviene hacer y cómo actuar. Vienen, por lo general, a construir una agenda de vida que les procure un poco de mayor bienestar.
El varón que consulta en cambio puede que venga ya con su agenda, y coincidimos en charlas informales con colegas consejeros que resulta más difícil que en el caso de las mujeres, proponerles los cambios y subvertir sus preconceptos acerca de cómo están encarando una encrucijada de la vida.
No obstante he de reconocer que he escrito algunos libros para los clientes consultantes con el objeto de que señalen y comenten párrafos que les hayan resultado conmovedores.[5] Y de acuerdo a mi experiencia son los consultantes varones los más entusiasmados y cumplidores para llevar a cabo esta tarea.
Deseo volver, luego de estas erráticas observaciones, que no dejan de tener su interés, al tema de “anima” y “animus” en relación con una forma de diálogo diferente. Y aquí propongo ya al lector que se acostumbre a pensar en estas dos caras del Espíritu que habita el ser humano, sin la división entre hombres y mujeres, sino como rostros del alma que pueden estar más desarrollados, uno en detrimento de otro, o armónicamente equilibrados, independientemente de que se trate de varones o de mujeres.
Y desearía también hacerlo desde la perspectiva de dos grandes filósofos occidentales que nos han enseñado y motivado a reflexionar profundamente sobre lo que es el pensar bien, profundamente y por sí mismos. Se trata a mi juicio de Martín Heidegger y Emanuel Lévinas, aún cuando nunca hayan sido presentados al público como filósofos complementarios.
Esta perspectiva me resulta particularmente interesante si tenemos en cuenta que el elemento dentro del cual se juega y despliega la consulta es exactamente ése: el pensar.
Si de pronto se nos formulara la pregunta “¿Qué es pensar?, vacilaríamos un poco y luego responderíamos en forma variada, aludiendo a las diferentes modalidades más usuales del término.
De todos modos, habría un primer momento de desconcierto porque estamos habituados a creer que todos estamos pensando todo el tiempo y que, tratándose de algo tan natural, la pregunta resulta demasiado obvia.
Sin embargo, siguiendo el hilo conductor de las meditaciones de los dos filósofos contemporáneos mencionados, puede mostrare que no pensamos como creemos que pensamos, que no pensamos auténticamente, esencialmente. Que hasta es muy probable que atravesemos el curso de nuestra vida sin haber pensado nunca verdaderamente. Que hemos vividos atrapados en una urdimbre de patrones mentales que han aplastado nuestra conciencia más profunda y real. Que hemos pensado inconscientemente y a pesar y en contra de nosotros mismos. (De allí la fuente de todos los malestares que el consejero pretende remontar). Que una mente parasitaria usurpó nuestra esencia y nuestro destino.
Que nunca hemos pensado aquello que vale la pena pensar.
Heidegger y Lévinas dibujan las señales de un camino más genuino hacia un pensar más genuino. Pero de nada servirá tomar esas indicaciones como “recetas” para practicar si no se produce primero (como puede promoverse en la consulta) una inversión de la conciencia ordinaria.
Primero hay que darse cuenta y luego entregarse al vértigo que supone cualquier inversión.
Lo que pretendo mostrar de común en estos dos autores (que no tienen aparentemente nada notorio en común como para realizar una comparación) es que el vértigo abismal que supone un cambio interior profundo mucho tiene que ver con el silencio. [6]
Y a estas alturas ya debe de notar el lector que estoy hablando bajo el magisterio de mi parte “anima”.
Estoy reivindicando el silencio donde convergen tanto la espera vigilante y alerta como el reconocimiento ante la mirada del Otro.
La esencia del habla, del lenguaje aparece más como silencio que como verbo o verborragia propios de pensar representativo, instrumental, estratégico y categorial. [7]
No se trata en la consulta de un silencio Infra-verbal donde haya que optar entre hablar o callarse. Se trata de un silencio supraverbal porque supera las palabras, porque las palabras que se pronuncian se sienten como no suficientemente expresivas. No llegan a alcanzar. Y lo mismo acontece con las imágenes mentales que la sola palabra pronunciada pudiera suscitar. [7]
Si se lo equipara con un vacío, hay que entenderlo como un vacío del que somos conscientes. Un vacío entre los intersticios de nuestra conversación y que, aún como vacío, nos susurra mensajes.
Hemos entrado en el reino de lo Inefable aunque sigamos hablando. Pero, como dijimos más arriba, primero hay que darse cuenta de la diferencia y asumirlo conscientemente para dar lugar a una Presencia que trasciende la subjetividad de la especulación racional pura.
Si bien en Lévinas se da la distancia absoluta de la Metafísica, “relación absuelta de toda relación”, entre el yo y el Otro, a diferencia de la ontología totalizante de Heidegger, donde el ser se reapropia a sí mismo como Da-sein, persiste en común una forma de trascendencia que es el descentramiento. [8]
El descentramiento es una trascendencia absoluta de la conciencia egoica respecto de sí misma. Es el olvido de sí mismo.
Y el abandono de esa conciencia propia de la Modernidad por la que estamos modelados, exige un humilde servicio por parte del Consultor o la Consultora Filosófica: dejar ser a una Presencia trascendente en medio del diálogo. Esta Presencia trascendente no habita en un mundo separado, como los arquetipos platónicos, sino en lo más hondo de este mundo, en lo más hondo de nuestra inmanencia.
Aquí y ahora (en la Consulta) y en lo más hondo de nuestro corazón.
Estamos acostumbrados a habitar en la superficie de nuestro ser, donde nos gusta interpretar roles protagónicos y sobresalientes. Y así es que lo vivimos como un sujeto racional separado de su objeto, instalando y reforzando de este modo un patrón de conciencia basado en la dualidad y en la separación. Desde la dualidad, la comprensión mutua se vuelve imposible. A menos que Consultor y consultante convengan en una solución forzada pero no vivida ni sentida. Nuestra ilusión básica es la de ser un sujeto que captura objetos, ideas, formas; sensibles o inteligibles.
En la superficie de nuestro ser nos vivimos como el centro del universo. Cuando mencionamos la necesaria “inversión” de la conciencia para dar lugar al verdadero pensar y al verdadero lenguaje, aludimos a una inversión radical.
Es probable que el hombre moderno piense de sí mismo que no se considera el centro del universo. Pero este pensamiento no significa nada sin un verdadero “darse cuenta”.
Primero hay que “darse cuenta” y luego entregarse al vértigo que supone cualquier inversión, decíamos más arriba. Por eso Heidegger llamaba “lo gravísimo” al olvido del olvido, al no advertir siquiera las disfunción básica que impide ponerse en el camino del verdadero pensar y del verdadero decir cuyos surcos son aún menos pretenciosos que los surcos que va dejando el labriego en el campo. [9]
Vivimos como si todas las cosas estuvieran a nuestra disposición para ser controladas y calificadas como cognoscibles o problemáticas en el sentido kantiano. Vivimos como si ignoráramos la tiranía de nuestras pasiones, muchas veces imaginarias y la angustia que provocan y que nos mueven a pedir ayuda porque no podemos solos.
Vivir en esta disfunción de la conciencia, nos impide, aún cuando busquemos ayuda, acceder a una dimensión más esencial. En esa dimensión más esencial se quebraría inevitablemente la percepción errónea, y la mirada –hasta entonces focalizada en un objeto u obsesión angustiante- se beneficiaría con el regalo de una “conversión” radical: una metanoia (más allá del “Nous” entendido como puro intelecto tan amigable para con nuestro “Animus” y tan tramposo con nuestra “Anima”.
¿Qué significa “nueva mirada”? No es el resultado de un acto de voluntad subjetivo. Es un acontecimiento que sobreviene, una experiencia. Un evento. Sucede.
Ya no somos nosotros los que pensamos y hablamos manteniendo el control e indicando algo. Es el ser-Otro el que se piensa y se dice en nosotros. Por eso también Lévinas habla de esta experiencia como interpelación o un advenir hacia nosotros del Otro, del Ser (según se trate de uno de los dos autores que tomamos como referencia). [10]
Si tuviéramos que describir la actitud que le corresponde al hombre en esta interpelación del Otro (Lévinas) o llamado del ser (Heidegger), quizás el silencio necesario para escuchar y para reconocer, sería la más apropiada.
Desde el silencio y la quietud interior se puede realmente, verdaderamente, preguntar, atender, estar presente en la experiencia del encuentro.
Acostumbrados como estamos al hacer o al producir, el silencio nos parece nada. Y es precisamente nada en relación con nuestros comportamientos habituales.
Como dijo maravillosamente Kafka y divulgó luego Deepak Chopra convirtiéndose en una metáfora espiritual de la humanidad: [11]
“No hay necesidad de salir de la habitación. Basta con sentarse a la mesa y escuchar. Ni siquiera es necesario escuchar, sólo esperar. Ni siquiera hay que esperar, sólo aprender a estar en silencio, quieto y solitario. Entonces el mundo se te ofrecerá libremente para ser descubierto. El no tiene otra alternativa, caerá en éxtasis a tus pies”.
Es una genial y atrevida afirmación que valora la sabiduría del preguntar, del atender y del estar presente como un no-hacer paradójicamente empático entre Consultor y consultante.
Heidegger habla de la “Kehre” (el Giro) y yo añado: hacia lo profundo. [12] Lévinas alude a un descubrirse como un ser responsable ante la mirada y el rostro del Otro, descubrirse como un sujeto ya no de maniobras, sino como un sujeto alcanzado por una iniciativa superior que lo re-vierte y lo invierte. [13] Vuelve a nacer de un modo diferente, en un plano de sí mismo que antes no conocía.
Ambos pensadores son exponentes de lo que podríamos llamar una filosofía del “oído”, en contraposición con la filosofía clásica, que, desde Platón y su teoría de las ideas (eidon = ver) se asimilaría a una filosofía de la “vista”. Se escucha el silencio más fácilmente con los ojos cerrados.
Para la Consulta Filosófica necesitamos conciencia, estar aquí o allí y estar presentes, para oír, para regalar atención. No sea cosa de mirar y estar con el propio ser en otro lado, mirando cosas, ya sean pasadas, futuras o incluso celestiales o trascendentales.
La filosofía del “oído”, apta para la consulta es la del “llamado del ser”, la del “Discurso” magisterial del otro. Ambos convergen en la experiencia del escuchar el silencio como un acallar las voces mentales para permitir que resuenen otras voces más esenciales, genuinas y diferentes de aquella con las que el hombre está familiarizado.
Se trata de escuchar lo que vale la pena escuchar: el silencio que no obstante dice la verdad más pura y que es —para nosotros al menos— la forma en que se manifiesta lo Absoluto, lo absuelto de toda limitación y dependencia, lo Infinito y Numinoso que yace en el fondo de cada uno de nosotros. Consultores y consultantes.
Si aún después de todo lo expuesto se considera radical la diferencia de género en la consulta filosófica, respecto de lo cual ya se habrá dado cuenta el lector que no soy taxativa y prefiero hablar de la parte femenina de los varones y la parte masculina de las mujeres, invito al lector a leer una parte de esta bella parábola de Paul Claudel: [14]
“Un día que Animus regresaba de improviso, quizá que se adormecía después de comer, o quizá que está absorbido en su trabajo, escucho que Anima cantaba sola, detrás de la puerta cerrada una curiosa canción, algo que él no conocía, sin manera de encontrar las notas o las palabras o la llave; una extraña y maravillosa canción. Después intentó suspicazmente hacérsela repetir pero Anima se hacía la que no entendía. Ella se calla cuando él la mira (…) sola y sin ruido ella va a abrir la puerta a su amante divino. Pero Animus tiene siempre los ojos detrás de la cabeza”.
Referencias:
[1]. Jung, C. G., 1995, p. 240. (Mi traducción.)
[2]. Marinoff, L., 2004, p. 278. (Mi traducción.)
[3]. En el contexto que nos ocupa hablamos de “anima” y “animus” como perfiles de lo femenino y de lo masculino respectivamente.
[4]. En relación a la “Epistemología de género”, mi experiencia como consultora en problemáticas ambientales, sobre las cuales trabajo tanto en gabinete como en el campo, me ha permitido notar que los varones aunque habiten en el interior de un eco-sistema, no llegan a conectarse profundamente con lo que el concepto de “ecosistema” significa. Sin embargo, las mujeres poseen un conocimiento casi espontáneo, trasmitido ancestralmente, más holístico”, más orgánico de los ciclos que son el rasgo característico de un eco-sistema. Por ejemplo, ante las alteraciones de la naturaleza reconocen las señales antes que los hombres, y actúan en consecuencia. Esta percepción implica un respeto por la vida y la naturaleza, una conexión con todos los seres vivos sin forzar soluciones a los problemas sino buscando alternativas no invasivas o abusivas de explotación, para preservar los recursos naturales y garantizar la alimentación de sus pares. En ese sentido cumplen un rol prestigioso y valorado por los hombres de su comunidad. Para el lector que quiera profundizar en estos temas le recomiendo buscar en las conclusiones de la IV Conferencia Internacional de la Mujer de Beijing en 1995, donde la Epistemología de Género aparece, aunque tardíamente, en las Agendas Internacionales. Asimismo, una obra afín a este tema es la de Charlene Spretnak, “Estados de gracia: cómo recuperar el sentido para una post-modernidad ecológica”, Buenos Aires: Editorial Planeta, 1992.
[5]. Bakirdjian, S., 2009, 2010 y 2011.
[6]. Bakirdjian, S., 2011, pp. 99-104. (Mi traducción.)
[7]. Heidegger, M., 1972, p. 47 y 158. (Mi traducción.)
[8]. Levinas, E., 1971, p. 35. (Mi traducción.)
[9]. Heidegger, M., 1972, p. 32. (Mi traducción.)
[10]. Levinas, E., 1971, p. 9. (Mi traducción.)
[11]. Chopra, D., 1994, p. 9. (Mi traducción.)
[12]. Bakirdjian, S., 2010, pp. 97-104. (Mi traducción.)